Esa rubia credibilidad masculina: Amaro Gómez Pablos

Ojo del Medio escuchó las súplicas de su público femenino y decidió dejar de lado por un momento el machismo. Hoy debuta la primera Rubia Credibilidad masculina, en la pluma nada menos que de una periodista que sabe de lo que escribe. Señoritas, esto es para ustedes.

Amaro Gómez Pablos
RUBIO EN EL BARRO

Por Pepa Valenzuela

Confieso que al principio, cuando ya hace muchos años Amaro Gómez Pablos llegó a la conducción de 24 Horas en TVN, caí en ese chaqueteo tan nuestro que lo acosó durante sus inicios en el país. Yo también lo imité. También anduve diciendo: Hola, buenaz nochez, eztaz zon las notizias, haciéndome la chistosita. También creía que el españolado acento no pegaba y arrugaba la nariz como vieja mañosa cuando lo escuchaba por la pantalla. No me culpen: tenía pocos e ignorantes años. Y por eso mismo, me hice parte rápidamente del chaqueteo que culpaba a Amaro por el acento engolado, por ser extranjero (la xenofobia clásica que llevamos dentro) por haber sido Mister Chile (como si la inteligencia fuera patrimonio exclusivo de los porfiaditos de cara), por haberse adjudicado el puesto de rostro por ser joven y buen mozo (pecado mortal en un país donde la hermosura escasea) y por ser más sonriente y menos serio que sus colegas de canales vecinos que no se reían en la entrega de noticias ni por casualidad.

Como es obvio, a poco andar, me avergoncé de haberme hecho parte de esa cosa tan de barra brava que tenemos los chilenos de lanzar piedras porque sí o porque no al primero que nos ponen en frente. Primero, cuando dejé esa picantería adolescente de emitir juicios sin información y supe lo que todos ya sabemos: que Amaro ya tenía una amplia trayectoria de reportero aperrado –antes de ser rostro de canal local había cubierto la guerra de Los Balcanes, Afganistán e Irak entre otras cosas– y más tarde, cuando empecé a trabajar como periodista. Aunque no conozco a Amaro en persona, lo empecé a seguir primero a través de amigos que trabajaban con él. No sólo lo consideraban un periodista independiente, busquilla, mateo como pocos, sino que además todos y cada uno de ellos alababan sus cualidades personales. Todos y cada uno de ellos decían, impresionados al principio, que Amaro era gentil con todos sus compañeros de trabajo. Que era generoso para compartir lo que sabía y lo que hacía. Que siempre tenía tiempo para conversar con la gente. Que nunca nunca se salía de sus casillas. Que no tenía esos aires de divo en el que el rostro, por conductor de noticias que sea, puede caer tan fácilmente. Amaro, me decían mis colegas televisivos, era encantador y sobre todo humilde. Lo mismo que a través de reporteos, me fueron contando distintos entrevistados en las más insólitas partes del país. Que habían conocido a Amaro, quien hasta el día de hoy no abandona el reporteo en terreno, y que les había llamado mucho la atención que era acogedor, cercano. Que al poquito rato se les olvidaba que era “el rucio de la tele” y lo incorporaban dentro de sus vidas como uno más. Las últimas que me dijeron eso fueron unas mujeres en un campamento de Dichato post terremoto. Que Amaro había estado alojando con ellos unos días y se había hecho parte del paisaje. Al poco tiempo, ellas se percataron que quizás ni él ni su camarógrafo habían comido y le ofrecieron un platito. Efectivamente, absorto en su pega, Amaro no había comido nada. Y esa noche, cenó con toda la familia debajo de un techo de zinc. Dirán, es lo mínimo que puede hacer un reportero: no creerse el cuento y meter las patitas en el barro. Irse a Concepción después del desastre, encarar a los saqueadores, despachar con el pelo pegoteado después de días sin lavarlo.

Y es cierto. Es lo que los reporteros debemos hacer. Sin embargo, no todos los rostros lo hacen. No todos abandonan la comodidad de su set televisivo para irse donde las papas queman. Y muchos menos, especialmente en televisión donde todo es tan rápido y estructurado, se incorporan dentro del paisaje como si nada y se ganan la confianza de las fuentes que va conociendo en el camino. Algo que me imagino para Amaro no tiene que ser nada fácil dada nuestra desconfianza con lo distinto (y él sigue siendo rubio y habla como extranjero). Eso se llama empatía, una cualidad que por Dios que escasea en las coberturas, particularmente en las televisadas. Y es una gracia personal. Una gracia que no se puede impostar.

Y por eso me gusta Amaro. Porque más allá de sus innegables méritos profesionales y múltiples reconocimientos, tanto sus fuentes como yo cuando lo miro como espectadora, percibo la honestidad de su interés por los demás. Porque no va a hacer su notita lo más rápido que pueda para volver pronto a casa. Porque Amaro ve al otro y le importa de verdad. Y como consecuencia, no como un objetivo egótico, sus notas tienen un sello único. El de un periodista que sí, sonríe, es buen mozo, rubio y habla correctamente (puras sumas en vez de restas), pero sobre todo el de un periodista hace este trabajo sin olvidarse de lo más importante: que la misión está centrada en los demás.

Revisa las columnas anteriores:
- Esa rubia credibilidad 1: Mónica Rincón (por Francisco Ortega)
- Esa rubia credibilidad 2: Monserrat Álvarez (por Franco Ferreira)
- Esa rubia credibilidad 3: Consuelo Saavedra (por José Miguel Villouta)